Soy un fanático de nuestras
antiguas costumbres. Me encantan los objetos que se usaron en épocas pasadas.
Me fascina sentirme parte de un modo de vida que ya no existe. Echo a volar mi
imaginación intentado esbozar cómo sería estar allí, lo hermoso de la
ignorancia de las gentes, la simplicidad de las vidas antes de los coches y la
electricidad.
Sé que soy algo iluso en cuanto a
estos asuntos, sé de la dureza del trabajo, de no tener luz artificial,
medicinas y comodidades que nos da el modo de vida actual, pero me quedo con mi
romanticismo. Ese día visité una tienda de antigüedades.
Al entrar en uno de estos
lugares, ya se nota el olor añejo de los objetos, sus artesanales formas,
antepasados de la tecnología que ahora poseemos, los cuáles me ofrecen un
modesto viaje en el tiempo. Dejé mi abrigo en el perchero de al lado de la
puerta.
Un cartel en el que ponía
"No tocar" contrastaba con la serena belleza de los objetos que se
vendían. Me fijé en una antigua centralita telefónica, hecha en madera y
baquelita:
Uno de los objetos más modernos
que pude ver en la tienda, junto con algunas cámaras de fuelle, pero al momento
perdí mi interés y avancé por la tienda. Apenas puse atención en los candiles,
molinillos de café y máquinas de coser, caminé con paso lento pero firme.
Tiempo más tarde asocié mi
repentino rechazo a los detalles al propio destino. Tampoco me fijé en los
relojes, las piezas que más me suelen atraer. Fui directamente a la parte donde
se situaban los espejos. Y no pude apartar la vista de uno en particular. Era
redondo, de más o menos medio metro de diámetro.
Los bordes parecían de oro
macizo, aunque también podían estar bañados. Su forma era a tiras, me
recordaban a dragoncillos chinos, que se entrecruzaban. No estaba sobrecargado
de adornos y tampoco presté excesiva atención al marco, ya que miré al espejo
en sí. Me vi en él y no pude apartar la vista.
Me sentí poderoso, imponente.
Parecía una cualidad del objeto, nunca me habría definido así: no soy
especialmente atlético, estatura media, complexión media, un tipo normal.
Al rato se me nubló la vista,
estaba paralizado, me quedé ciego un momento y, al ver de nuevo, me di la
vuelta... mejor dicho, mi cuerpo se dio la vuelta. Yo sólo podía mirar y grité
todo lo que pude, sin sonido alguno, no era dueño de mí mismo. Algo me
dominaba.
Avancé hacia el dependiente.
¿Cuánto por el espejo? – la voz
salió de mi garganta.
Es un espejo de oro macizo,
caballero. Un espejo francés fechado en el siglo dieciocho, un auténtico Luis
XV. Su precio no está al alcance de muchos, simplemente lo expongo. Mi mano
cogió un candelabro de debajo del mostrador, sin que el vendedor se diera
cuenta.
No podía entender nada, sentía el
candelabro en mi mano, pero yo no la movía.
¿Cuánto, entonces?
Dos mil euros. De acuerdo,
¿acepta tarjeta? Con la mano libre, saqué la cartera y la abrí con un
movimiento, enseñando mi visa. Claro, señor. Mientras tenga saldo de compra...
Entonces, mientras se fijaba en mi tarjeta, mi otra mano, con un súbito
movimiento, atacó. El golpe, muy fuerte, le rajó la cara de abajo a arriba,
acertándole en el ojo izquierdo.
El dependiente apenas hizo ruido,
el golpe le dejó inconsciente y malherido y se derrumbó. Di la vuelta al
mostrador y le golpeé hasta en cinco ocasiones en la cabeza. Sangre, trozos de
hueso y sesos saltaron hacia mí del cráneo destrozado. Sentí asco, quería
correr de allí, huir.
Pero lo que hice, fue cerrar la
puerta de la tienda, con las llaves que quité al dependiente y puse el cartel
de cerrado. Fui al baño y me lavé la cara y las manos. También limpié, con
escrupulosidad el candelabro y lo volví a dejar en su sitio.
Recogí mi abrigo del perchero,
cogí el espejo y salí de la tienda por la puerta de atrás. Y volví a quedarme
en esa especie de trance en el que estuve al ver por primera vez el espejo. No
veía, no sentía, ¿me desmayé? Desperté en mi habitación.
Me levanté lentamente y pensé en
lo real que había parecido la pesadilla que acababa de sufrir. Tenía el
estómago revuelto y la cara empapada de sudor. Fui al baño a refrescarme,
encendí la luz y el espejo estaba ahí y me llamaba.
Intenté gritar, pero ese
"algo" de la tienda me volvió a robar el control de mí mismo... Y
sólo pude observar.
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